Este sábado, 24 de abril, hubiera sido el 102 cumpleaños de César Manrique, el visionario que convirtió Lanzarote en su mayor obra de arte. Era un visionario, creyó que la isla tenía salvación y él fue su salvador.
Dibujante, pintor desde muy pronto, fue a Madrid, a Nueva York, y tuvo un sueño. Se lo contó a finales de los años cincuenta a su amigo Pepín Ramírez, presidente del Cabildo isleño: «Se puede salir de la pobreza. La belleza es la clave. Esta cueva, por ejemplo, llena de rastrojos, inútil, es el punto de partida». Ramírez le creyó. Aquella era la Cueva de la Cazuela, habitada por lagartos e inmundicia. En 1969 ya la isla tenía esa cueva hecha como un cuadro de Manrique, arrancada con delicadeza a la tierra. La Cueva de los Verdes. Vinieron después los Jameos del Agua, el Monumento al Campesino, el Mirador del Río. Se armó de argumentos la isla de Pepín y de César para exigir inmunidad ante las amenazas masivas del turismo.
Lanzarote fue «mi verdad», decía. La ruta básica de su arte hecho isla está en el Mirador del Río, que junta la mirada de Lanzarote con La Graciosa de enfrente, siendo el Mar de las Calmas el azul de una pintura insólita que se ve desde el abismo. Subrayó el sitio, que ya existía, con su arte de piedra y riesgo.
«Yo soy un artista que no puede callar», decía. Su firma es la isla.